Los primeros seis meses de ejecutoria de Donald Trump en la Casa Blanca no han podido sorprender a nadie que no estuviera familiarizado con la actitud del candidato Trump: un hombre ególatra y narcisista, sin ningún tipo de conocimiento político (y lo que es más grave, sin interés alguno en adquirirlo), incapaz de impulsar iniciativa alguna o de impedir que el Despacho Oval padezca más filtraciones que el Titanic, un mandatario carente de autocontrol y disciplina, inclinado a la pelea a altas horas de la madrugada vía Twitter con líderes extranjeros como el dictador norcoreano (aunque nunca, curiosamente, con Vladimir Putin) o con políticos domésticos (incluidos los dirigentes de su propio partido; Trump siempre ha de ser el único gallo en el gallinero).
Es preciso rechazar, sin embargo, la tendencia a ver a Trump como una anomalía. El Presidente es la cristalización de una deriva autoritaria y antiintelectual que lleva corroyendo al Partido Republicano desde hace muchas décadas. Los hitos de dicha deriva son varios: el mccarthyismo en los 50, la asunción de la causa del Sur racista desde 1964 en adelante, la toma del Partido por la derecha evangélica y anticonocimiento durante los años del reaganismo, y la actuación de Newt Gingrich como Portavoz de la Cámara de Representantes a partir de 1995, con la centralización del poder en su persona y el desmantelamiento de numerosos órganos legislativos de apoyo que daban valiosa información a los congresistas a la hora de legislar.
La derechización del caucus republicano en los últimos veinte años y el terror de los políticos conservadores a sus propios votantes y a ser derrotados en las primarias, unido a la peligrosísima tendencia entre los políticos republicanos a la deslegitimación de los presidentes demócratas legítimamente electos (una tendencia iniciada con Clinton y exacerbada con Obama y su supuesto nacimiento en Kenia) y su abierto abrazo de un liderazgo "fuerte" en la persona del actual Presidente, han creado un caldo de cultivo tóxico en Washington, que pone en peligro los cimientos mismos de la democracia norteamericana al ensalzar el autoritarismo en la Presidencia.
Autoritario es un presidente que destituye al director del FBI por negarse a dejar de investigar las conexiones del entorno presidencial con la dictadura rusa para subvertir las elecciones de 2016. Autoritario es un presidente que perdona al sheriff Arpaio de Arizona, un racista repugnante cuyos momentos más lamentables pueden ser leídos aquí), dejando además la duda de si ejercerá con abandono el perdón presidencial respecto a sus subordinados y sus familiares cuando la investigación sobre su colusión con Rusia vaya a más.
Pero la incuria del Presidente no puede ocultar la incompetencia de los republicanos como partido: a día de hoy no se ha aprobado ni una sola ley de carácter significativo pese a que por primera vez desde 2010 un mismo partido controla Presidencia, Congreso y Senado.
En ese sentido, el fiasco absoluto de los intentos de revocar el Obamacare son la culminación del proceso antiintelectual al que hacíamos referencia anteriormente: el consenso entre los expertos (extraparlamentarios) en materia sanitaria, a izquierda y derecha, es que la ley republicana (AHCA) era desastrosa, dejando a veinte millones de personas sin seguro médico y subiendo las primas para los que no lo perdieran. Todo ello, a cambio de bajarle un poco los impuestos a los ricos. Congreso y el Senado han sido incapaces de redactar una norma legislativa coherente debido a que de manera creciente el Partido Republicano rechaza a los "expertos", lo que garantiza leyes mal concebidas y mal redactadas.
Hay, pues, dos crisis, interrelacionadas, pero distintas, en el Partido Republicano: una en el poder Ejecutivo, relativa a la corrosión autoritaria que Trump está ejerciendo sobre las instituciones democráticas, y otra, en el poder Legislativo, relativa a la pura y simple incompetencia de Paul Ryan y Mitch McConnell para redactar y aprobar legislación que consiga el voto de la mayoría de sus grupos parlamentarios.
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