lunes, 25 de diciembre de 2017

¿Donde fueron a parar los 103.000 votos de Unió?

Los resultados del 21-D darán para numerosos análisis. Mientras esperamos a los resultados definitivos, podemos ir respondiendo algunas de las incógnitas menores de la campaña con los resultados provisionales en la mano.

Una de esas incógnitas era ¿a donde iban a ir a parar los 103.000 votantes de Unió? ¿Responderían a la alianza informal entre el PSC y Units per Avançar, la heredera de Unió, a raíz de la cual el último candidato de Unió a la Generalitat, Ramón Espadaler, iba como número 3 del PSC por Barcelona, y otros cargos del nuevo partido democristiano iban también en posiciones de posible salida en las demás listas provinciales? ¿Obedecerían las consignas de su antiguo líder Josep Antoni Duran i Lleida de votar PSC? 

La respuesta ha sido: en función de la riqueza del núcleo de población. Me explico: los antiguos votantes de Unió (y algunos votantes independentistas) han pasado a votar al PSC (e incluso a Catalunya en Comú Podem) siempre y cuando vivieran en una población de alto nivel adquisitivo.

Veamos diversos ejemplos, en orden de municipios más ricos de Cataluña (recordemos que el PSC en Barcelona ha subido sólo 1,5 puntos).

Matadapera: 

2015: Unió 5,56%, PSC 1,87%
2017: PSC 5,56%, 3,69 puntos más

Sant Cugat del Vallés:

2015: Unió 4,36%, PSC 6,78%
2017: PSC 10,91%, 4,13 puntos más

Sant Just Desvern:

2015: Unió 3,02%, PSC 10,78%
2017: PSC 14,59%, 3,81 puntos más 

Vallromanes:

2015: Unió 4,38%, PSC 4,45%
2017: PSC: 9,69%, 5,24 puntos más

Otro ejemplo característico, quizá el más característico, lo constituye el barrio más rico de Barcelona, Sarrià Sant Gervasi:

2015: Unió 7,32%, PSC 5,29%
2017: PSC: 12,45%, 7,16 puntos más

Si examinamos los municipios más ricos, veremos que no sólo el PSC, sino también Catalunya en Comú Podem ha mejorado en líneas generales en ellos, contrariamente a sus resultados en la provincia de Barcelona.

Resultado que se repite en mayor o menor medida en Alpicat (municipio más rico de Lleida), Fornells de la Selva (municipio más rico de Girona) o Castellvell del Camp (municipio más rico de Tarragona), en los que el PSC sube mucho más que sus porcentajes en cada una de las tres provincias (en las que, de hecho, se ha estancado).

Y que por el contrario, no se repite en los municipios más pobres de las cuatro provincias (en los que el PSC no sólo no ha absorbido voto de Unió sino que en muchas ocasiones ha retrocedido: véase Badia del Vallés o Santa Margarida de Montbui en Barcelona, Batea en Tarragona, Arbeca en Lleida o Salt en Girona). Y en otras localidades de renta intermedia, como Manresa o Vic, la exigua subida porcentual del PSC no abarca la totalidad del porcentaje de Unió hace dos años.

Así que la apuesta de Iceta ha salido así, así, aunque cuando analicemos el voto del PSC creo que podremos concluir que lo que ha ocurrido ha sido sutil: el PSC ha sido capaz de absorber parte del voto de Unió y de CECPodem, pero ha perdido por su flanco derecho hacia Ciudadanos.

jueves, 21 de diciembre de 2017

¿Cómo juzgar los avances de participación el 21-D?

A fin de tener una primera impresión sobre los avances de participación que se vayan publicando hoy, acudir únicamente al dato de participación de toda Cataluña e incluso al de las cuatro provincias por separado puede no resultar del todo orientativo para comprobar donde crece o donde mengua la participación, especialmente habida cuenta la existencia cada vez más clara de dos bloques separados de votantes.

Es quizá más interesante escoger unas pocas poblaciones representativas en cada provincia y ver lo que está ocurriendo en ellas:

Barcelona

La participación en 2012 en la provincia osciló entre el 95,35% en la Nou de Berguedà y el 68,95% de Sant Adrià del Besós (o el 61,32% del barrio de Ciutat Vella en Barcelona capital). La participación fue más elevada en los feudos rurales independentistas y más reducida en varias poblaciones de la conurbación barcelonesa unionista.

Por lo tanto, para hacernos una primera idea de quién esté votando realmente el 21-D tenemos que coger algunos ejemplos de localidades muy independentistas rurales o pequeñas ciudades pero con un número de votantes suficiente para que la muestra no se nos distorsione, y localidades de alrededor de Barcelona.

Por ejemplo: Folgueroles (92,04% en total hace dos años), Sant Julià de Vilatorta (91,67%), Matadepera (86.96%) o Sant Quirze del Vallés (85,2%) para el bando independentista.

Y Sant Adrià de Besós (68,95% en total hace dos años), Badia del Vallés (72,03%), Hospitalet de Llobregat (72,42%) o Santa Coloma de Gramenet (73,07%) para los unionistas.

Girona

La participación en 2012 en la provincia osciló entre el 96,03% en Sant Andreu Salou y el 68,91% de Sant Climent Sescebes. Una vez más, la participación fue más elevada en los feudos rurales independentistas y más reducida en varias poblaciones de la costa y Figueres y sus alrededores (que son los pocos núcleos unionistas en la provincia).

Aplicando la misma metodología que en el caso anterior, aquí podemos tomar como ejemplos a: 

Alta participación independentista hace dos años: Fornells de la Selva (90,55% en total), Riudellots de la Selva (88,54%), La Vall d' en Bas (87,06%) o Quart (86,92%).

Y Figueres (68,98% en total hace dos años), Salt (70,35%), Lloret de Mar (71,06%) o Roses (71,81%) para las localidades unionistas (o menos independentistas, tratándose de Girona).

Lleida

La participación en 2012 en la provincia osciló entre el 96,84% en Ivorra y el 61,83% de Les Valls de Valira. En Lleida, como en el resto de Cataluña, la participación fue más elevada en los feudos rurales independentistas y más reducida en algunas poblaciones de la Vall d´Aran y Lleida y sus alrededores  (una vez más, los núcleos unionistas en la provincia son pocos).

Aplicando la misma metodología que en el caso anterior, aquí podemos tomar como ejemplos a: 

Alta participación independentista hace dos años: Bellvís (84,70% en total), Oliana (84,39%) Linyola (83,62%) o Juneda (83,02%).

Y Naut Aran (69,76% en total hace dos años) Vielha (70,37%), Almacelles (71,56%) y la propia Lleida capital (73,71%) para las localidades unionistas (o menos independentistas, de nuevo, tratándose de Lleida).

Tarragona

La participación en 2012 en la provincia osciló entre el 92,86% en Savallà del Comtat y el 65,86% de El Montmell. La participación en Tarragona presenta una pecularidad: es más elevada en los feudos rurales independentistas, como en el resto de Cataluña, y más reducida en varias poblaciones de la Costa Dorada, más unionistas, pero también en el Delta del Ebro, que es independentista y donde es difícil determinar si un aumento de la participación beneficiaría a unos u a otros.

Así que en este caso nos interesa examinar tres grupos de localidades:

Por ejemplo: Castellvell del Camp (85,62% en total hace dos años), Falset (84,87%), Les Borges del Camp (83,09%) y La Selva del Camp (82,89%) para el bando independentista.

Salou (70,05% hace dos años), Calafell (70,29%), Constantí (71,32%) y El Vendrell (72,11%) para los feudos unionistas.

Y por último, Deltebre (68,67% hace dos años), Sant Jaume d' Enveja (69,19%), Sant Carles de la Ràpita (72,11%) y Amposta (72,73%) para esa anomalía del Delta: localidades independentistas con baja participación.

A medida que avance el día nos podremos ir haciendo una idea al respecto.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

What on earth is going on in Catalonia? (I)

I do not recall which thinker once said “Blessed are the countries whose history is boring”, but it seems to me he was right. Painfully right, even. Unfortunately, I live in a country with a very entertaining history.

For the last two months already, Spain has been in the international news, and not in a nice way, due to the woes that have befallen upon one of its most important regions, Catalonia.

Let's begin with a very brief history lesson: what we now call Spain (and Portugal) was part of the Western Roman provinces which fell to the barbarian invasions in the early fifth century AD. After roughly three hundred years of Visigoth rule, Muslim invaders from Northern Africa conquered most of what is now Spain and ruled it for hundreds of years (the further South you go, the longer Muslim dominion lasted).

Different Christian kingdoms grew in what is now Northern Spain and pushed down South in a movement called “the Reconquering” (Reconquista), which only finished in 1492 with the conquest of Granada, the last Muslim kingdom by Isabel and Ferdinand, “the Catholic Kings”.

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(The Alhambra, the palace of the Muslim Kings in Granada)

Isabel and Ferdinand were rulers of the two most important Christian kingdoms: Castile and Aragon, which were temporarily joined by their marital union. However, due to the way they married their children with different European monarchs, and even more due to a series of quite coincidental deaths, everything ended with their grandson, Charles I of Spain, as king not only of all the different Spanish kingdoms, but of the Netherlands, half of Italy, Austria, and emperor of the Holy Roman Empire.

Charles I’s descendants were “kings of Spain” and regarded as such by the rest of Europe, but “Spain” between 1500-1700 was a country still made up of the different medieval kingdoms of yore (again, namely Castile and Aragon) each with their “Parliaments” (Cortes), with the king being, if not the only common bond, the most important by far. To make things more complicated, the Crown of Aragon was a conjunction of different territories, each with its own Cortes. Catalonia was one of these territories.

Spain kings' aspirations to universal (and Catholic) dominion, financed by the gold of newly discovered America, embroiled the country in a series of European wars against England, France, the Ottoman Empire, and the protestant feudal lords of Germany, which went more or less well during the sixteenth century and increasingly worse during the seventeenth century.

The American gold was not enough to pay for the constant wars and the Spanish kings desperately tried to find new sources of revenue and soldiers (Castile had withstood the majority of the burden during the sixteenth century). One of the main targets of the King´s ministers (including the most famous one, the Count-Duke of Olivares) was the Crown of Aragon, which reacted in strong opposition to new taxes and levies. The Catalonian Cortes in particular, were adamant in their refusal to pay.
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(The Count-Duke of Olivares, by Velazquez)

A new war between France and Spain began in 1635. The Spanish army moved to defend Catalonia, but the lack of barracks and of adequate feeding for the troops provoked increasing abuses from the Spanish army and pent-up anger, especially in the rural areas.

Finally, a peasant uprising in 1640 ended up with the Catalonian institutions accepting the French king as its sovereign (after a very brief Catalan Republic). French domination was, however, worse than the presence of the Spanish army had been and Catalonian institutions accepted the Spanish king again in 1652.

On 1700 the Spanish king Charles II died childless and in his last will designated Philip of Anjou, the grandson of the King of France (Louis XIV, the Sun King) as legitimate heir. King Philip V swore over the Constitutions of the different Spanish kingdoms, but several European nations (England and the Netherlands in particular) became extremely scared at the prospect of a France-Spain union and launched a European war (the war of Spanish Succession), trying to crown the brother of the Austrian emperor (Archduke Charles) as king of Spain.

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(Philip V and the Archduke Charles)

The kingdom of Castile supported Philip, but the Crown of Aragon (wary of Philip V trying to import absolutist tendencies from France) supported Charles. After more than a decade of European warfare, King Philip V was accepted by the European countries as King of Spain, but at the cost of the loss of absolutely all Spanish European possessions. Philip punished the kingdoms of the Crown of Aragon for taking the side of his enemies with the suppression of its “Cortes” and attempted to rule as an absolute monarch, in the mold of his grandfather as king of what now was “Spain”.

The creation of the notion of a “Spanish nation” was greatly helped by the increasing cohesion and prosperity of the country during the eighteenth century, and even more by an extremely disruptive event: the Napoleonic invasion of Spain in 1808, which unified the Spanish people in repulse of a common enemy (interestingly enough, the two most important events of the war were the sieges of Zaragoza and Girona, two cities belonging to the old Crown of Aragon).

However, while other European nations such as Great Britain and France gained a great impulse throughout the nineteenth century due to its imperial expansion and general prosperity, and yet other countries like Germany and Italy managed to unify during the same era, the Spanish nineteenth century began with the disastrous loss of most of the colonial empire, was punctuated by several civil wars and military coups throughout the century and ended with a humiliating defeat against the United States and the loss of the final colonies in 1898.

These series of events generated two focus of unrest in Northern Spain: the Basque country, which took the losing side in the dynastic civil wars of the nineteenth century, and Catalonia, both of which began to demand more self-government at the end of that century, thinking that maybe it would be better to detach from such a failed country. Not coincidentally, both were regions in which a different language, other than Spanish, was also spoken.

The beginning of the twentieth century was a time of increasing turmoil in Spain, culminating in a military dictatorship in 1923, the downfall of the monarchy and the proclamation of a Republic in 1931 and, finally, a failed coup d’ Etat in 1936, which led to a horrific Civil War, which lasted three years and remains the most written about subject by world historians.

As a result of the war, hundreds of thousands died and fled the country. General Franco ruled the country until 1975, with two very well defined periods: 1939-1957, years in which Spain was extremely poor and internationally isolated, and 1957-1975, a period in which Spain had the second fastest growing economy in the world, only after Japan, once Franco was convinced by a bunch of economists that Spain had to open itself to the world by using the only real raw material it had: sunny weather.

The death of Franco led to the restoration of the Monarchy, and to what can only be defined as the most successful period in the history of Spain: the “Transition to Democracy” (transición a la democracia), five magical years in which King John Charles I and particularly his Prime Minister Adolfo Suarez managed to transform a dictatorship into a democratic country, through a series of extremely bold reforms (legalization of the Spanish Communist Party and trade unions, free elections, amnesty for the crimes of the Civil War, approval of a democratic Constitution and of self-government for the Spanish regions), and surviving another botched coup d' Etat in 1981.

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Suárez (left) trying to save his Defence minister Gutierrez Mellado during the 1981 coup d' Etat.

The entry of Spain on the European Union in 1986 and the Barcelona Olympic Games in 1992 were rightly seen by Spaniards and by the whole world as the validation of the country and as the end to the vision of Spain as an exotic land with a penchant for bullfighting and civil warring.

Unfortunately, the Great Recession which began in 2008, combined with a series of corruption scandals which have grievously harmed citizens’ trust in institutions have once again put our future in jeopardy. The Catalonian plight is only the most acute expression of this newest self-confidence crisis.

(To be continued)

El final del principio: derrotas republicanas en Virginia y New Jersey

“Now this is not the end. It is not even the beginning of the end. But it is, perhaps, the end of the beginning.”- Churchill en su discurso tras la batalla de El Alamein, 10 de diciembre de 1942

La victoria de Donald Trump hace un año generó entre los politólogos y sociólogos norteamericanos la sensación de que sus modelos electorales habían fallado y que Trump era una anomalía de algún tipo, un candidato que gozaba de cierto tipo de inmunidad política que no habían sido capaces de detectar.

Visto en retrospectiva, la realidad es más sencilla: desde hace ya casi sesenta años, los norteamericanos tienen una tendencia a cambiar de partido en las presidenciales tras ocho años de mandato. Votan a lo “nuevo”. Es así, nos guste o no. Ocurrió en 1960, 1968, 1976, 2000, 2008 y 2016 (en varias ocasiones por los pelos, pero ocurrió). Sólo si un Presidente es sumamente incompetente (Carter, 1980) o sumamente popular (Reagan, 1988) esta tendencia se ha quebrado.

Si le añadimos a este hecho el que los demócratas cometieron (también en retrospectiva) el error de elegir a una candidata que llevaba un cuarto de siglo ante la mirada de la opinión pública y que bajo ningún concepto podía representar el “cambio” o la “renovación”, el escenario estaba listo para la elección incluso de un candidato tan manifiestamente incompetente como Trump (la ayuda de la dictadura rusa no se puede desdeñar tampoco, pero pasarán años hasta que los historiadores puedan verificar su impacto global, si es que alguna vez llegan a hacerlo).

Trump, como era de esperar dada su incompetencia y su grosería, ha resultado ser un presidente sumamente impopular. De hecho, es el Presidente con los peores datos de popularidad desde que hay registros. Y en ausencia de Hillary Clinton, todas las elecciones federales o estatales que se están celebrando a lo largo de este año en Estados Unidos son en mayor o menor medida referéndums sobre su persona.

Ayer tuvimos la muestra más relevante en lo que llevamos de 2017: hubo elecciones a gobernador en Nueva Jersey y Virginia. En ambas ganaron, con gran comodidad, los candidatos demócratas. Y lo que es quizá más relevante: en las elecciones al Congreso de Virginia, los demócratas casi con total seguridad lograron la mayoría absoluta de los escaños (tenían 34 sobre 100, y probablemente han ganado entre 50 y 53 escaños, a falta de los recuentos). Ese resultado ha sido totalmente inesperado, y revela la magnitud de la impopularidad del presidente.

El mapa (del New York Times) que muestra la variación en el voto entre las elecciones a gobernador de Virginia en 2013 y 2017 (en ambas ganaron los demócratas) desvela la clara polarización de Estados Unidos: cuanto más rojo, mayor mejora en el voto republicano respecto a cuatro años atrás; cuanto más azul, mayor mejora en el voto demócrata respecto a cuatro años atrás.

Superficialmente parecería que los republicanos habrían tenido una mejora, pero todas las áreas republicanas son zonas rurales, con pocos votos (véase en particular el Sudoeste de Virginia). En cambio, ese manchurrón al Norte del Estado son los suburbios de Washington, llenos de votantes, en los que Northam, el candidato demócrata, lo ha hecho bastante mejor que Clinton el año pasado.



¿Qué cabe deducir de todo ello? Que el año que viene, si la popularidad de Trump no mejora, las elecciones de medio mandato serán un via crucis para el Partido Republicano, particularmente en el Congreso, donde se renuevan los 435 escaños y donde docenas de congresistas republicanos representan el tipo de distrito suburbano en los que ayer arrasaron los demócratas de Virginia. (Por otra parte, todo indica que los congresistas rurales republicanos pueden dormir tranquilos).

jueves, 31 de agosto de 2017

La resistencia republicana

Aunque sin lugar a dudas la actuación del Partido Republicano ha sido, en general, muy decepcionante en todo lo relacionado con Donald Trump, y la gran mayoría de sus líderes han puesto a su partido por encima de su país a la hora de favorecer la elección de un Presidente manifiestamente incompetente, no puede negarse tampoco que quedan focos de resistencia dentro del GOP (más en el campo intelectual que entre los cargos electos, todo hay que decirlo).

Hay dos escuelas de pensamiento en relación con los denominados "Never-Trumpers": numerosos demócratas liberales les exigen una oposición en toda la línea al Presidente, mientras que los más moderados (y más realistas) entienden, con mejor sentido, que no cabe exigirle a los conservadores que dejen de serlo por el hecho de que Trump sea un inútil.

Esto es: hay una serie de leyes y nombramientos que cualquier congresista y Senador republicano apoyarán con independencia de quien sea el Presidente (eso se vio de forma meridiana ante el único éxito real de Trump, que fue el nombramiento de Neil Gorsuch como magistrado del Tribunal Supremo. Gorsuch, sin embargo, era un candidato absolutamente ortodoxo, al que cualquier Presidente republicano en esta época hubiera nombrado, por lo que el apoyo unánime de los Senadores del GOP era lógico).

A esto hay que añadir un hecho que es el reverso negativo de las primarias, del que no se suele hablar: éstas tienden a movilizar a los candidatos más extremos de cada partido, porque es en los extremos donde se encuentran los activistas, la gente que más vota y más apoya económicamente a la organización. De hecho, el terror al que se enfrentan los candidatos republicanos (el GOP se ha radicalizado más en los últimos años con la aparición del movimiento del Tea Party) no es el de ser derrotados por los demócratas en las generales, sino el miedo de no llegar ni siquiera a éstas al perder sus primarias.

Y no hay camino más rápido para perder una confrontación intra-republicana hoy en día que enfrentarse al líder del Partido, que, guste o no, es Donald Trump. No puede ser casualidad que algunos senadores escrupulosamente ortodoxos como Jeff Flake, de Arizona, que pese a haber votado en línea con Trump en todas sus prioridades hasta el momento, ha tenido la osadía de escribir un libro sumamente crítico contra el Presidente, esté perdiendo en las encuestas por entre 15 y 25 puntos con su más que probable contricante en las primarias el año que viene, Kelli Ward, una candidata anti-inmigración y antiaborto que, a su vez, probablemente perderá el escaño frente a la candidatura demócrata, debido a su extremismo (incluso en un Estado más bien republicano como Arizona, que ha votado al candidato conservador en las últimas cinco elecciones presidenciales).

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La conjunción de estos factores hace que enfrentarse a Trump sea muy peligroso para un político republicano, que corre el riesgo de ver cómo su carrera se va al garete, puesto que el Presidente es todavía popular entre las bases del Partido (más de tres cuartas partes de los votantes republicanos le apoyan a día de hoy).

¿Dónde hallamos la oposición más activa a Trump, por lo tanto? Únicamente en aquellos congresistas en distritos muy demócratas (como Ileana Ros-Lehtinen, que además ha anunciado su retirada para 2018) o en Senadores que no le tienen miedo al ala derecha del partido, porque se han enfrentado a ella en sus Estados y la han derrotado (como Lisa Murkowski en Alaska o John McCain en Arizona, que lo han hecho ya en dos ocasiones: 2010 y 2016) o porque son moderados genuinos (como Susan Collins en Maine). Estos tres últimos fueron los únicos Senadores republicanos que votaron contra la revocación del Obamacare en julio pasado.

Sin embargo, pedirle heroicidades a los demás republicanos no tiene mucho sentido: hay que aplaudir cada esfuerzo que hagan por separarse del Presidente, pero no cabe esperar ningún apoyo a un proceso de destitución hasta que Trump descienda a niveles nixonianos de impopularidad (un 25% a nivel nacional, lo que supondría que en torno a la mitad de los republicanos estaría en contra de su líder). En cualquier caso, hasta que la Cámara de Representantes y el Senado pasen a manos demócratas (cosa que, si Trump sigue haciéndolo tan bien como hasta ahora, es muy posible que ocurra en 2018), no cabe esperar ningún movimiento en ese sentido.

Y lo que desde luego no cabe esperar es que, mientras tanto, congresistas y Senadores conservadores voten en contra de prioridades conservadoras porque Trump sea Presidente: los jueces federales y los Secretarios de los distintos departamentos serán conservadores, cómo lo serían si el Presidente fuera Marco Rubio o Ted Cruz.

martes, 29 de agosto de 2017

Las dos crisis del Partido Republicano

Los primeros seis meses de ejecutoria de Donald Trump en la Casa Blanca no han podido sorprender a nadie que no estuviera familiarizado con la actitud del candidato Trump: un hombre ególatra y narcisista, sin ningún tipo de conocimiento político (y lo que es más grave, sin interés alguno en adquirirlo), incapaz de impulsar iniciativa alguna o de impedir que el Despacho Oval padezca más filtraciones que el Titanic, un mandatario carente de autocontrol y disciplina, inclinado a la pelea a altas horas de la madrugada vía Twitter con líderes extranjeros como el dictador norcoreano (aunque nunca, curiosamente, con Vladimir Putin) o con políticos domésticos (incluidos los dirigentes de su propio partido; Trump siempre ha de ser el único gallo en el gallinero).

Es preciso rechazar, sin embargo, la tendencia a ver a Trump como una anomalía. El Presidente es la cristalización de una deriva autoritaria y antiintelectual que lleva corroyendo al Partido Republicano desde hace muchas décadas. Los hitos de dicha deriva son varios: el mccarthyismo en los 50, la asunción de la causa del Sur racista desde 1964 en adelante, la toma del Partido por la derecha evangélica y anticonocimiento durante los años del reaganismo, y la actuación de Newt Gingrich como Portavoz de la Cámara de Representantes a partir de 1995, con la centralización del poder en su persona y el desmantelamiento de numerosos órganos legislativos de apoyo que daban valiosa información a los congresistas a la hora de legislar.

La derechización del caucus republicano en los últimos veinte años y el terror de los políticos conservadores a sus propios votantes y a ser derrotados en las primarias, unido a la peligrosísima tendencia entre los políticos republicanos a la deslegitimación de los presidentes demócratas legítimamente electos (una tendencia iniciada con Clinton y exacerbada con Obama y su supuesto nacimiento en Kenia) y su abierto abrazo de un liderazgo "fuerte" en la persona del actual Presidente, han creado un caldo de cultivo tóxico en Washington, que pone en peligro los cimientos mismos de la democracia norteamericana al ensalzar el autoritarismo en la Presidencia.

Autoritario es un presidente que destituye al director del FBI por negarse a dejar de investigar las conexiones del entorno presidencial con la dictadura rusa para subvertir las elecciones de 2016. Autoritario es un presidente que perdona al sheriff Arpaio de Arizona, un racista repugnante cuyos momentos más lamentables pueden ser leídos aquí), dejando además la duda de si ejercerá con abandono el perdón presidencial respecto a sus subordinados y sus familiares cuando la investigación sobre su colusión con Rusia vaya a más.

Pero la incuria del Presidente no puede ocultar la incompetencia de los republicanos como partido: a día de hoy no se ha aprobado ni una sola ley de carácter significativo pese a que por primera vez desde 2010 un mismo partido controla Presidencia, Congreso y Senado.

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En ese sentido, el fiasco absoluto de los intentos de revocar el Obamacare son la culminación del proceso antiintelectual al que hacíamos referencia anteriormente: el consenso entre los expertos (extraparlamentarios) en materia sanitaria, a izquierda y derecha, es que la ley republicana (AHCA) era desastrosa, dejando a veinte millones de personas sin seguro médico y subiendo las primas para los que no lo perdieran. Todo ello, a cambio de bajarle un poco los impuestos a los ricos. Congreso y el Senado han sido incapaces de redactar una norma legislativa coherente debido a que de manera creciente el Partido Republicano rechaza a los "expertos", lo que garantiza leyes mal concebidas y mal redactadas.

Hay, pues, dos crisis, interrelacionadas, pero distintas, en el Partido Republicano: una en el poder Ejecutivo, relativa a la corrosión autoritaria que Trump está ejerciendo sobre las instituciones democráticas, y otra, en el poder Legislativo, relativa a la pura y simple incompetencia de Paul Ryan y Mitch McConnell para redactar y aprobar legislación que consiga el voto de la mayoría de sus grupos parlamentarios.

viernes, 20 de enero de 2017

Un salto a la oscuridad

La toma de posesión de Donald Trump como 45º Presidente de los Estados Unidos este viernes culmina un curso político marcado por una palabra: la frivolidad. 

2016 fue un año en el que los votantes actuaron, en líneas generales, con una ligereza aterradora. Quizá los dos momentos paradigmáticos, en ese sentido, fueron el voto británico de salida de la Unión Europea, y la elección de Trump (estoy dispuesto a ver de un modo más caritativo el voto negativo de Colombia al acuerdo de paz con las FARC e incluso el rechazo de los italianos al referéndum de reforma constitucional, aunque en retrospectiva también creo que las dos decisiones fueron erróneas). 

La decisión británica será vista en el futuro como uno de las equivocaciones más garrafales cometidos en la historia de un país que hasta ahora tenía un historial bastante digno en ese terreno (al menos, en comparación con otros). Sin embargo, en esta ocasión, el resbalón es evidente, y motivado por una visión completamente passé acerca de la posición británica en el mundo.

Un número demasiado elevado de votantes británicos tiene todavía una visión imperial de Gran Bretaña, cuando la realidad es que el país carece de importancia en el concierto mundial en solitario. Las amenazas de la primera ministra Theresa May de convertir al Reino Unido en un paraíso fiscal en caso de que el Brexit no le sea favorable demuestran precisamente la perdida de relevancia del país, y la ausencia de talento en la clase política británica actual: su antecesor David Cameron era un frívolo que convocó un referéndum sin tener preparado un plan de contingencia en caso de resultado negativo, mientras que su ¿aliado? Jeremy Corbyn resultó ser un incompetente antieuropeo que conducirá al Partido Laborista a un desastre que dejará pequeño al de 1983, traicionando por el camino el legado europeista del Partido.

Separado de Europa por propia voluntad, el Reino Unido se adentra en la oscuridad. Sus líderes políticos han sido incapaces de combatir las mentiras de los demagogos sobre el dinero que la Unión Europea les robaba a los jubilados, o sobre las hordas de inmigrantes que supuestamente iban a acabar con la buena y vieja Inglaterra.

Quizá hubiera sido demasiado pedir altura de miras al actual liderazgo británico, pero nos hubiéramos conformado con que se hubieran comportado con el viejo cinismo de Humphrey Appleby, dentro de la Unión:

 

La gran catástrofe, sin embargo, quizá el mayor desastre para el mundo desde la toma del poder de cierto canciller con bigotito en Berlín, 1933, es la coronación de Donald Trump.

Ese resultado impensable hasta hace unos meses es fruto una vez más de la frivolidad. De una doble frivolidad en este caso: 

- La de los conservadores norteamericanos, que directamente votaron a Trump (hay que leer para creer la banalidad con la que Stanley Payne admite en su última entrevista en La Vanguardia que votó por Trump "confiado en que si se pasa, le destituirán". Payne es historiador y sabe perfectamente que nunca se ha destituido a un Presidente americano, ni siquiera a Andrew Johnson, cuyo comportamiento entre 1865-1869 le hizo un daño espantoso a la nación. ¿Qué le hace pensar que el Partido Republicano que nominó y votó a Trump le destituirá? Este GOP no tiene nada que ver con el que en 1974 estaba dispuesto a destituir a Nixon). Que los conservadores piensen que un tipo que alardea de su acoso a las mujeres, divorciado en dos ocasiones, encarna de algún modo los valores que ellos supuestamente tienen por importantes, clama al cielo (en el que Trump, por cierto, no cree).

- La de cierta izquierda norteamericana, que indirectamente eligió a Trump al votar a Jill Stein, la candidata verde, o a Gary Johnson, el candidato libertario, sin ninguna posibilidad de victoria, para mandar "un mensaje", o "porque los dos Partidos son iguales"o intoxicados por los servicios secretos rusos, que consiguieron diseminar una multitud de noticias falsas a lo largo de la campaña cuya acumulación ha acabado resultando decisiva para la victoria de Donald Trump. Todos esos tontos útiles van ahora a descubrir las consecuencias de su ligereza en sus propias carnes y lo que es más grave, en las de nuestros hijos.

Desde que se inició su loca carrera a la Presidencia, los comentaristas llevan esperando contra toda esperanza que Trump se vuelva más "presidencial". Eso es imposible, porque Trump es incompetente. Todo indica que el magnate inmobiliario es un hombre espectacularmente falto de preparación para el cargo que va a pasar a ocupar. No tiene la menor idea de los desafíos que supone liderar la nación más importante del mundo, y lo que es más grave, carece de la humildad y el buen juicio para tomar decisiones correctas.

No cabe duda de que su política interior, dirigida a arrebatarle su seguro médico a 20 millones de norteamericanos (incluidos muchos de sus votantes, mintiendo sin ambages sobre su inexistente sustitución), a sojuzgar a las minorías raciales por todos los medios legales y alegales posibles, y, en general, a redistribuir la riqueza desde los pobres a los millonarios que pueblan su Gabinete (el menos variado en muchísimos años: ni un hispano, apenas mujeres, media de edad: 70 años), será un desastre y enfrentará a los norteamericanos entre sí de un modo que no se ha visto desde hace 150 años.

En cuanto a su política exterior, su conducta desde la fecha de las elecciones ha sido característica: abrazando a la Rusia de Putin, alabando el Brexit y afirmando que la OTAN es una estructura obsoleta, amenazando con la asfixia económica de México... En suma, parece evidente que el sueño de todos los dirigentes de Moscú desde 1945 por fin se ha cumplido: un Presidente prorruso (es decir, autoritario y demagogo) y antieuropeo gobernará Estados Unidos en los próximos cuatro años.

¿Y Europa qué tiene que decir al respecto? Nada. Amputada del Reino Unido, a punto de sufrir elecciones en varios de sus Estados miembros en las que fuerzas nacionalistas (Le Pen en Francia, Wilders en Holanda, AfD en Alemania) cuyo objetivo político no es otro que precisamente el de destruir Europa mejorarán sustancialmente sus resultados y exigirán políticas proteccionistas y antiinmigratorias que dañarán a la envejecida y cada vez políticamente más irrelevante Europa. Nos hallamos envueltos en una espiral de autodestrucción. Obnubilados por la amenaza terrorista, que aunque grave, no es ni mucho menos tan grave como la amenaza de la dictadura rusa sobre una Europa desprovista de la protección americana, cada vez parece más evidente que estamos dispuestos a cumplir el adagio de Benjamin Franklin:

"Those who would give up essential Liberty, to purchase a little temporary Safety, deserve neither Liberty nor Safety"

Todos los países de Europa del Este, que deberían saber mejor lo que hacen, se encuentran en una clara deriva autoritaria (en particular, Polonia y Hungría) y reniegan de la Unión Europea sin darse cuenta de que la misma es su única protección frente a un hombre que continúa pensando que la mayor catástrofe del Siglo XX no fue el Holocausto judío y gitano, o el genocidio armenio o camboyano (no digamos ya las hambrunas provocadas en Ucrania por Stalin), sino la disolución pacífica de la Unión Soviética y el fin del sojuzgamiento dictatorial de la propia Europa del Este.

Trump, que no es más que un fanfarrón y un cobarde, como todos los fanfarrones, dejará hacer a Putin en Europa y en Oriente Medio. Dentro de cuatro años lamentaremos su elección. Esperemos que al menos podamos lamentarla, sin que la opresión haya finalmente acabado con la libertad de expresión que hasta ahora ha reinado en Occidente y que Vladimir Putin no tolera en la Rusia que Donald Trump tanto admira.

La única esperanza reside en que los demócratas se mantengan firmes y que algunos pocos republicanos decentes (¿John McCain quizá?) y la prensa (que no ha tenido un desafío similar desde los tiempos del Watergate) hagan su trabajo y salven a Estados Unidos (y al mundo) de los ataques que Donald Trump iniciará a partir de este mediodía, hora de Washington, contra la separación de poderes y contra la democracia.

¿Será Trump el peor Presidente de la historia de Estados Unidos? James Buchanan dejó el listón muy alto en 1861, pero Trump, desde luego, tiene números para acercarse mucho. Paradójicamente, su incompetencia es lo único que quizá pueda salvarnos de las consecuencias de sus evidentes instintos antidemocráticos.