“Now
this is not the end. It is not even the beginning of the end. But it is,
perhaps, the end of the beginning.”- Churchill en su discurso tras la batalla de El
Alamein, 10 de diciembre de 1942
La victoria
de Donald Trump hace un año generó entre los politólogos y sociólogos
norteamericanos la sensación de que sus modelos electorales habían fallado y
que Trump era una anomalía de algún tipo, un candidato que gozaba de cierto tipo de inmunidad
política que no habían sido capaces de detectar.
Visto
en retrospectiva, la realidad es más sencilla: desde hace ya casi sesenta años,
los norteamericanos tienen una tendencia a cambiar de partido en las
presidenciales tras ocho años de mandato. Votan a lo “nuevo”. Es así, nos guste
o no. Ocurrió en 1960, 1968, 1976, 2000, 2008 y 2016 (en varias ocasiones por
los pelos, pero ocurrió). Sólo si un Presidente es sumamente incompetente
(Carter, 1980) o sumamente popular (Reagan, 1988) esta tendencia se ha
quebrado.
Si
le añadimos a este hecho el que los demócratas cometieron (también en retrospectiva) el error de elegir a una
candidata que llevaba un cuarto de siglo ante la mirada de la opinión pública y
que bajo ningún concepto podía representar el “cambio” o la “renovación”, el
escenario estaba listo para la elección incluso de un candidato tan manifiestamente
incompetente como Trump (la ayuda de la dictadura rusa no se puede desdeñar
tampoco, pero pasarán años hasta que los historiadores puedan verificar su
impacto global, si es que alguna vez llegan a hacerlo).
Trump,
como era de esperar dada su incompetencia y su grosería, ha resultado ser un presidente sumamente impopular. De
hecho, es el Presidente con los peores datos de popularidad desde que hay registros. Y en ausencia de Hillary
Clinton, todas las elecciones federales o estatales que se están celebrando a
lo largo de este año en Estados Unidos son en mayor o menor medida referéndums
sobre su persona.
Ayer
tuvimos la muestra más relevante en lo que llevamos de 2017: hubo elecciones a
gobernador en Nueva Jersey y Virginia. En ambas ganaron, con gran comodidad,
los candidatos demócratas. Y lo que es quizá más relevante: en las elecciones
al Congreso de Virginia, los demócratas casi con total seguridad lograron la
mayoría absoluta de los escaños (tenían 34 sobre 100, y probablemente han
ganado entre 50 y 53 escaños, a falta de los recuentos). Ese resultado ha sido
totalmente inesperado, y revela la magnitud de la impopularidad del
presidente.
El
mapa (del New York Times) que muestra la variación en el voto entre las elecciones a gobernador de
Virginia en 2013 y 2017 (en ambas ganaron los demócratas) desvela la clara
polarización de Estados Unidos: cuanto más rojo, mayor mejora en el voto
republicano respecto a cuatro años atrás; cuanto más azul, mayor mejora en el
voto demócrata respecto a cuatro años atrás.
Superficialmente
parecería que los republicanos habrían tenido una mejora, pero todas las áreas
republicanas son zonas rurales, con pocos votos (véase en particular el
Sudoeste de Virginia). En cambio, ese manchurrón al Norte del Estado son los
suburbios de Washington, llenos de votantes, en los que Northam, el candidato
demócrata, lo ha hecho bastante mejor que Clinton el año pasado.
¿Qué
cabe deducir de todo ello? Que el año que viene, si la popularidad de Trump no
mejora, las elecciones de medio mandato serán un via crucis para el Partido
Republicano, particularmente en el Congreso, donde se renuevan los 435 escaños
y donde docenas de congresistas republicanos representan el tipo de distrito
suburbano en los que ayer arrasaron los demócratas de Virginia. (Por otra
parte, todo indica que los congresistas rurales republicanos pueden dormir
tranquilos).
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