Jacinto Antón es un excelente periodista de El País cuyos artículos de fondo son una delicia. Ajeno al comentario político actual, su especialidad más bien es el artículo sobre temas históricos (con especial énfasis en el Egipto faraónico y la Segunda Guerra Mundial, y en particular en episodios históricos poco conocidos).
Siempre interesante, muchas veces brillante, este domingo Antón ha alcanzado uno de sus cenits con un emotivo artículo sobre soldados alemanes y austriacos que combatieron en el bando británico durante la Segunda Guerra Mundial. Éste es el enlace.
La constante fascinación por la Segunda Guerra Mundial, reflejada en la avalancha que no cesa de libros de historia sobre mil aspectos diferentes de la misma (las grandes batallas como Stalingrado, El Alamein, el desembarco de Normandía, las biografías de sus personajes relevantes, con especial énfasis en Hitler y Churchill) resulta explicable en un hecho esencial: es una rara guerra en la que está muy claro quienes eran los buenos (Inglaterra y Estados Unidos) y los malos (Alemania y Japón). Por supuesto, un análisis serio de la participación de la URSS obliga a admitir que al menos dentro del bando "bueno" había una mitad liderada por un tipo muy malo (Stalin), pero eso no obvia que, habida cuenta lo poco edificantes que han sido algunos conflictos bélicos posteriores (como la guerra de Vietnam y la segunda guerra de Irak en el caso de Estados Unidos), volver a la Segunda Guerra Mundial y emocionarse hasta el tuétano con los asombrosos discursos de Churchill en defensa de la democracia resulta refrescante.
Incidentalmente, estos días he estado hojeando la monumental biografía oficial de Churchill por Martin Gilbert (la versión condensada en un solo volumen, de 1991) centrándome en los años de preguerras, y a uno le llena de auténtico estupor, cuando no de pura rabia, la ceguera incomprensible del gobierno Chamberlain. Ya sé que es fácil efectuar juicios de valor a toro pasado, pero es preciso tener en cuenta dos cosas: a) que Churchill (y muchos contemporáneos) veían con perfecta claridad lo que Chamberlain y su ministro de Exteriores, Lord Halifax, cerrilmente se negaban a aceptar, esto es, que Hitler era esencialmente inapaciguable, y b) que para mayor escarnio, o bien los servicios secretos británicos estaban completamente a ciegas, o bien Chamberlain se negaba a aceptar la información que recibía de estos. ¿Cómo se justifican, si no, las increíbles palabras de Chamberlain al afirmar pocos días antes del avance nazi sobre Praga, que "la situación internacional ofrece menos motivos para la ansiedad que en el pasado"?
Dicho esto, quizá la mejor defensa de Chamberlain la pronunció Churchill en el elogio fúnebre que hizo del mismo ante la Cámara de los Comunes a raíz de su fallecimiento en noviembre de 1940:
"It fell to Neville Chamberlain in one of the supreme crises of the world to be contradicted by events, to be disappointed in his hopes, and to be deceived and cheated by a wicked man. But what were these hopes in which he was disappointed? What were these wishes in which he was frustrated? What was that faith that was abused? They were surely among the most noble and benevolent instincts of the human heart—the love of peace, the toil for peace, the strife for peace, the pursuit of peace, even at great peril, and certainly to the utter disdain of popularity or clamour. Whatever else history may or may not say about these terrible, tremendous years, we can be sure that Neville Chamberlain acted with perfect sincerity according to his lights and strove to the utmost of his capacity and authority, which were powerful, to save the world from the awful, devastating struggle in which we are now engaged. This alone will stand him in good stead as far as what is called the verdict of history is concerned."
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